Una de las cuestiones que más interés puede suscitar a la hora de progresar con garantías en nuestro desarrollo personal es el uso que hacemos del pensamiento positivo. Lo primero que conviene saber es que la función principal de la mente consiste en enfocar la conciencia. Tu mente no está preparada para gobernar el proceso evolutivo en el que te encuentras inmerso, más bien tiene que ponerse a su servicio. Tendemos a pensar que la razón es una función superior, pero nos olvidamos de que su buen funcionamiento depende de dos cosas: por un lado, es necesario disponer de una sana inteligencia sensorio-motriz y, por otro, es preciso que las operaciones racionales funcionen en equilibrio con las intuitivas.

La mente utiliza el cerebro para desplegar su enorme potencial creador, es decir, la capacidad que tenemos para pensar no emana del cerebro, sino que se refleja en él. Los procesos físico químicos que tienen lugar en el sistema nervioso central son un reflejo energético y presentan utilidad para la supervivencia cuando están al servicio del cuerpo y las emociones. Desde el momento en que la mente se disocia de estos dos aspectos de la personalidad, surgen complicaciones. La razón es la encargada de descomponer, analizar y relacionar las partes de la realidad que observa, para intentar comprenderla. Pero es la intuición la que se ocupa de encontrar nuevas relaciones que nos permiten comprender totalidades cada vez más grandes. Mientras el pensamiento racional pivota entre el pasado y el futuro, el intuitivo funciona siempre en presente. La relación entre ambas formas de pensar es saludable cuando no reprimimos la revelación inmanente y utilizamos la lógica para llevar ese hallazgo al plano físico.

Cuando nos identificamos con la razón y negamos la intuición como fuente de conocimiento, lo que hacemos es racionalizar. La mente racional intenta comprender y controlar la totalidad de lo que sucede, pero fracasa en su intento. Esta tentativa está motivada por el miedo que tenemos a sentir emociones negativas, que nos recuerdan el dolor asociado a nuestros traumas infantiles. Cada vez que una situación nos mueve emocionalmente en sentido descendente, la razón niega el sentimiento y reprime la emoción. Entonces generamos mucha tensión en el cuerpo y en la propia mente. El cuerpo resuelve esta tensión mediante contracturas o malestares que, con el tiempo, se vuelven crónicos. Por su parte, la mente disuelve la tensión generando autocrítica, o proyectando su malestar hacia afuera y culpabilizando al entorno de lo que nos sucede.

El pensamiento positivo nos propone elaborar ideas que nos conducen hacia el bienestar. Si te encuentras mal, lo que debes hacer es pensar en positivo y, de esta forma, tu malestar se convertirá en gozo y plenitud. Esta idea es muy interesante pero para que sea útil es preciso que, previamente, autoricemos al sentimiento de baja vibración para que se mueva libremente. Cuando haces esto, la mente se relaja y entonces, la producción de ideas positivas puede influir en tus estados emocionales y modificar tú escala vibratoria en sentido ascendente. Pero si no permites que las emociones negativas se manifiesten, lo que generas es una obsesión y un incremento de la tensión en tu patrón energético de funcionamiento. Naturalmente, por mucho pensamiento positivo que generes, el malestar que reprimes termina manifestándose en otra situación vital.

La clave para que el pensamiento positivo sea efectivo reside en observar y autorizar la presencia de emociones negativas. Esto lo tienes que hacer desde la parte de tu personalidad que permanece sana. En caso contrario, te identificas con el dolor y terminas generando sufrimiento. Recuerda que solo puedes progresar desde el bienestar. En una dinámica de crecimiento personal eso implica establecer un diálogo entre tu personalidad saludable y aquella otra que se manifiesta herida. El pensamiento positivo que no reconoce al niño herido no funciona, pues la mente no tiene poder para dominar las emociones. Que la vida te sea propicia.